jueves, 4 de diciembre de 2014

Cuento: NIDO DE AVISPAS


Comparto este cuento de Agatha Chrisie. El final es diferente al de otros relatos policiales y lo recomiendo por la genialidad creativa de la autora...o léanlo y compruébenlo ustedes mismos... pero ¡a mí me encanta!




Nido de avispas por Agatha Christie


John Harrison salió de la casa y se quedó un momento en la terraza de cara al jardín. Era un hombre alto de rostro delgado

y cadavérico. No obstante, su aspecto lúgubre se suavizaba al sonreír, mostrando entonces algo muy atractivo.

Harrison amaba su jardín, cuya visión era inmejorable en aquel atardecer de agosto, soleado y lánguido. Las rosas lucían

toda su belleza y los guisantes dulces perfumaban el aire.

Un familiar chirrido hizo que Harrison volviese la cabeza a un lado. El asombro se reflejó en su semblante, pues la pulcra

figura que avanzaba por el sendero era la que menos esperaba.

-¡Qué alegría! -exclamó Harrison-. ¡Si es monsieur Poirot!

En efecto, allí estaba Hércules Poirot, el sagaz detective.

-¡Yo en persona. En cierta ocasión me dijo: "Si alguna vez se pierde en aquella parte del mundo, venga a verme." Acepté su

-¡Me siento encantado -aseguró Harrison sinceramente-. Siéntese y beba algo.

Su mano hospitalaria le señaló una mesa en el pórtico, donde había diversas botellas.

-Gracias -repuso Poirot dejándose caer en un sillón de mimbre-. ¿Por casualidad no tiene jarabe? No, ya veo que no. Bien,

sírvame un poco de soda, por favor whisky no -su voz se hizo plañidera mientras le servían-. ¡Cáspita, mis bigotes están

-¿Qué le trae a este tranquilo lugar? -preguntó Harrison mientras se acomodaba en otro sillón-. ¿Es un viaje de placer?

-Sí, amigo mío; no todos los delitos tienen por marco las grandes aglomeraciones urbanas.

-Imagino que fui algo simple. ¿Qué clase de delito investiga usted por aquí? Bueno, si puedo preguntar.

-Claro que sí. No sólo me gusta, sino que también le agradezco sus preguntas.

Los ojos de Harrison reflejaban curiosidad. La actitud de su visitante denotaba que le traía allí un asunto de importancia.

Tanto énfasis puso en la palabra que Harrison se sintió sobrecogido. Y por si esto fuera poco las pupilas del detective

permanecían tan fijamente clavadas en él, que el aturdimiento lo invadió. Al fin pudo articular:

-Ya le he dicho que no es posible que lo sepa. Investigo un crimen aún no ejecutado.

-En absoluto. Investigar un asesinato antes de consumarse es mucho mejor que después. Incluso, con un poco de

-¿Cree de verdad que va a cometerse un crimen? ¡Eso es absurdo!

Hércules Poirot, sin hacer caso de la observación, dijo:

-A menos que usted y yo podamos evitarlo. Sí, mon ami.

-Vine, monsieur Harrison, porque ... me agrada usted -y con voz más despreocupada añadió-: Veo que hay un nido de

El cambio de tema hizo que Harrison frunciera el ceño. Siguió la mirada de Poirot y dijo:

-Pensaba hacerlo. Mejor dicho, lo hará el joven Langton. ¿Recuerda a Claude Langton? Asistió a la cena en que nos

conocimos usted y yo. Viene esta noche expresamente a destruir el nido.

-Con petróleo rociado con un inyector de jardín. Traerá el suyo que es más adecuado que el mío.

-Hay otro sistema, ¿no? -preguntó Poirot-. Por ejemplo, cianuro de potasio.

-¡Es peligroso! Se corre el riesgo de su fijación en la plantas.

-Sí; es un veneno mortal -guardó silencio un minuto y repitió-: Un veneno mortal.

-Útil para desembarazarse de la suegra, ¿verdad? -se rió Harrison. Hércules Poirot permaneció serio.

-¿Está completamente seguro, monsieur Harrison, de que Langton destruirá el avispero con petróleo?

-¡Simple curiosidad. Estuve en la farmacia de Bachester esta tarde, y mi compra exigió que firmase en el libro de venenos.

La última venta era cianuro de potasio, adquirido por Claude Langton.

-¡Qué raro! Langton se opuso el otro día a que empleásemos esa sustancia. Según su parecer, no debería venderse para este

Poirot miró por encima de las rosas. Su voz fue muy queda al preguntar:

La pregunta cogió por sorpresa a Harrison, que acusó su efecto.

-¡Qué quiere que le diga! Pues sí, me gusta ¿Por qué no ha de gustarme?

-Mera divagación -repuso Poirot-. ¿Y usted es de su gusto?

-¿Qué se propone, monsieur Poirot? No termino de comprender su pensamiento.

-Le seré franco. Tiene usted relaciones y piensa casarse, monsieur Harrison. Conozco a la señorita Moly Deane. Es una

joven encantadora y muy bonita. Antes estuvo prometida a Claude Langton, a quien dejó por usted.

-Yo no pregunto cuáles fueron las razones; quizás estén justificadas, pero ¿no le parece justificada también cualquier duda

en cuanto a que Langton haya olvidado o perdonado?

-Se equivoca, monsieur Poirot. Le aseguro que está equivocado. Langton es un deportista y ha reaccionado como un

caballero. Ha sido sorprendentemente honrado conmigo, y, no con mucho, no ha dejado de mostrarme aprecio.

-¿Y no le parece eso poco normal? Utiliza usted la palabra "sorprendente" y, sin embargo, no demuestra hallarse

La voz del detective acusó un nuevo matiz al responder:

-Quiero decir que un hombre puede ocultar su odio hasta que llegue el momento adecuado.

-Los ingleses son muy estúpidos -dijo Poirot-. Se consideran capaces de engañar a cualquiera y que nadie es capaz de

engañarlos a ellos. El deportista, el caballero, es un Quijote del que nadie piensa mal. Pero, a veces, ese mismo deportista,

cuyo valor le lleva al sacrificio, piensa lo mismo de sus semejantes y se equivoca.

-Me está usted advirtiendo en contra de Claude Langton -exclamó Harrison-. Ahora comprendo esa intención suya que me

Poirot asintió, y Harrison, bruscamente, se puso en pie.

-¿Está usted loco, monsieur Poirot? ¡Esto es Inglaterra! Aquí nadie reacciona así. Los pretendientes rechazados no

apuñalan por la espalda o envenenan. ¡Se equivoca en cuanto a Langton! Ese muchacho no haría daño a una mosca.

-La vida de una mosca no es asunto mío -repuso Poirot plácidamente-. No obstante, usted dice que monsieur Langton no

es capaz de matarlas, cuando en este momento debe prepararse para exterminar a miles de avispas.

Harrison no replicó, y el detective, puesto en pie a su vez, colocó una mano sobre el hombro de su amigo, y lo zarandeó

-¡Espabílese, amigo, espabílese! Mire aquel hueco en el tronco del árbol. Las avispas regresan confiadas a su nido después

de haber volado todo el día en busca de su alimento. Dentro de una hora habrán sido destruidas, y ellas lo ignoran, porque

nadie les advierte. De hecho carecen de un Hércules Poirot. Monsieur Harrison, le repito que vine en plan de negocios. El

crimen es mi negocio, y me incumbe antes de cometerse y después. ¿A qué hora vendrá monsieur Langton a eliminar el

-A las nueve. Pero le repito que está equivocado. Langton jamás...

Recogió su sombrero y su bastón y se encaminó al sendero, deteniéndose para decir por encima del hombro.

-No me quedo para no discutir con usted; sólo me enfurecería. Pero entérese bien: regresaré a las nueve.

Harrison abrió la boca y Poirot gritó antes de que dijese una sola palabra:

-Sé lo que va a decirme: "Langton jamás...", etcétera. ¡Me aburre su "Langton jamás"! No lo olvide, regresaré a las nueve.

Estoy seguro de que me divertirá ver cómo destruye el nido de avispas. ¡Otro de los deportes ingleses!

No esperó la reacción de Harrison y se fue presuroso por el sendero hasta la verja. Ya en el exterior, caminó

pausadamente, y su rostro se volvió grave y preocupado. Sacó el reloj del bolsillo y los consultó. Las manecillas marcaban

-Unos tres cuartos de hora -murmuró-. Quizá hubiera sido mejor aguardar en la casa.

Sus pasos se hicieron más lentos, como si una fuerza irresistible lo invitase a regresar. Era un extraño presentimiento, que,

decidido, se sacudió antes de seguir hacia el pueblo. No obstante, la preocupación se reflejaba en su rostro y una o dos

veces movió la cabeza, signo inequívoco de la escasa satisfacción que le producía su acto.

Minutos antes de las nueve, se encontraba de nuevo frente a la verja del jardín. Era una noche clara y la brisa apenas movía

las ramas de los árboles. La quietud imperante rezumaba un algo siniestro, parecido a la calma que antecede a la tempestad.

Repentinamente alarmado, Poirot apresuró el paso, como si un sexto sentido lo pusiese sobre aviso. De pronto, se abrió la

puerta de la verja y Claude Langton, presuroso, salió a la carretera. Su sobresalto fue grande al ver a Poirot.

-Buenas noches, monsieur Langton. ¿Ha terminado usted?

-¡Oh! -exclamó Poirot como si sufriera un desencanto-. ¿No lo ha destruido? ¿Qué hizo usted, pues?

-He charlado con mi amigo Harrison. Tengo prisa, monsieur Poirot. Ignoraba que vendría a este solitario rincón del

-Hallará a Harrison en la terraza. Lamento no detenerme.

Langton se fue y Poirot lo siguió con la mirada. Era un joven nervioso, de labios finos y bien parecido.

-Dice que encontraré a Harrison en la terraza -murmuró Poirot-. ¡Veamos!

Penetró en el jardín y siguió por el sendero. Harrison se hallaba sentado en una silla junto a la mesa. Permanecía inmóvil, y

-¡Ah, mon ami! -exclamó éste-. ¿Cómo se encuentra?

Después de una larga pausa, Harrison, con voz extrañamente fría, inquirió:

-Siento mucho haber obrado sin su consentimiento, pero me vi obligado a ponerle un poco en uno de sus bolsillos.

-¿Que puso usted un poco en uno de mis bolsillos? ¿Por qué diablos hizo eso?

Poirot se expresó con esa cadencia impersonal de los conferenciantes que hablan a los niños.

-Una de las ventajas o desventajas del detective radica en su conocimiento de los bajos fondos de la sociedad. Allí se

aprenden cosas muy interesantes y curiosas. Cierta vez me interesé por un simple ratero que no había cometido el hurto

que se le imputaba, y logré demostrar su inocencia. El hombre, agradecido, me pagó enseñándome los viejos trucos de su

profesión. Eso me permite ahora hurgar en el bolsillo de cualquiera con solo escoger el momento oportuno. Para ello

basta poner una mano sobre su hombro y simular un estado de excitación. Así logré sacar el contenido de su bolsillo

derecho y dejar a cambio un poco de carbonato sódico. Compréndalo. Si un hombre desea poner rápidamente un veneno

en su propio vaso, sin ser visto, es natural que lo lleve en el bolsillo derecho de la americana.

Poirot se sacó de uno de sus bolsillos algunos cristales blancos y aterronados.

Curiosamente y sin precipitarse, extrajo de otro bolsillo un frasco de boca ancha. Deslizó en su interior los cristales, se

acercó a la mesa y vertió agua en el frasco. Una vez tapado lo agitó hasta disolver los cristales. Harrison los miraba

Poirot se encaminó al avispero, destapó el frasco y roció con la solución el nido. Retrocedió un par de pasos y se quedó allí

a la expectativa. Algunas avispas se estremecieron un poco antes de quedarse quietas. Otras treparon por el tronco del

árbol hasta caer muertas. Poirot sacudió la cabeza y regresó al pórtico.

-Como le dije, vi el nombre de Claude Langton en el registro. Pero no le conté lo que siguió inmediatamente después. Lo

encontré al salir a la calle y me explicó que había comprado cianuro de potasio a petición de usted para destruir el nido de

avispas. Eso me pareció algo raro, amigo mío, pues recuerdo que en aquella cena a que hice referencia antes, usted expuso

su punto de vista sobre el mayor mérito de la gasolina para estas cosas, y denunció el empleo de cianuro como peligroso e

-Sé algo más. Vi a Claude Langton y a Molly Deane cuando ellos se creían libres de ojos indiscretos. Ignoro la causa de la

ruptura de enamorados que llegó a separarlos, poniendo a Molly en los brazos de usted, pero comprendí que los malos

entendidos habían acabado entre la pareja y que la señorita Deane volvía a su antiguo amor.

-Nada más. Salvo que me encontraba en Harley el otro día y vi salir a usted del consultorio de cierto doctor, amigo mío. La

expresión de usted me dijo la clase de enfermedad que padece y su gravedad. Es una expresión muy peculiar, que sólo he

observado un par de veces en mi vida, pero inconfundible. Ella refleja el conocimiento de la propia sentencia de muerte.

-Usted no me vio, amigo mío, pues tenía otras cosas en qué pensar. Pero advertí algo más en su rostro; advertí esa cosa

que los hombres tratan de ocultar, y de la cual le hablé antes. Odio, amigo mío. No se moleste en negarlo.

-No hay mucho más que decir. Por pura casualidad vi el nombre de Langton en el libro de registro de venenos. Lo demás

ya lo sabe. Usted me negó que Langton fuera a emplear el cianuro, e incluso se mostró sorprendido de que lo hubiera

adquirido. Mi visita no le fue particularmente grata al principio, si bien muy pronto la halló conveniente y alentó mis

sospechas. Langton me dijo que vendría a las ocho y media. Usted que a las nueve. Sin duda pensó que a esa hora me

-¿Por qué vino? -gritó Harrison-. ¡Ojalá no hubiera venido!

-Se lo dije. El asesinato es asunto de mi incumbencia.

-No -la voz de Poirot sonó claramente aguda-. Quiero decir asesinato. Su muerte seria rápida y fácil, pero la que planeaba

para Langton era la peor muerte que un hombre puede sufrir. Él compra el veneno, viene a verlo y los dos permanecen

solos. Usted muere de repente y se encuentra cianuro en su vaso. ¡A Claude Langton lo cuelgan! Ese era su plan.

-Ya se lo he dicho. No obstante, hay otro motivo. Lo aprecio monsieur Harrison. Escuche, mon ami; usted es un

moribundo y ha perdido la joven que amaba; pero no es un asesino. Dígame la verdad: ¿Se alegra o lamenta ahora de que

Tras una larga pausa, Harrison se animó. Había dignidad en su rostro y la mirada del hombre que ha logrado salvar su

propia alma. Tendió la mano por encima de la mesa y dijo:

- Fue una suerte que viniera usted

FIN
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